
En una casita bañada por el sol, donde los geranios asomaban por las ventanas, vivía una pequeña llamada Anita.

Su risa solía ser tan brillante como las mañanas de primavera, pero desde que su mamá había emprendido un viaje al cielo, un velo de tristeza cubría su corazón.
Entre todos sus juguetes, cuidadosamente colocados en una cesta de mimbre, había uno que Anita atesoraba por encima de los demás: una muñeca de trapo llamada Lupita.
Lupita no tenía el brillo de las muñecas de porcelana ni los finos vestidos de seda, pero para Anita, su simple figura de tela guardaba un valor incalculable.

Cada noche, cuando el sol se despedía y las primeras estrellas titilaban en el firmamento, Anita abrazaba a Lupita con ternura. En el silencio acogedor de su habitación, la niña apoyaba su oído en el suave pecho de la muñeca y, con una sonrisa tenue, murmuraba: «Lupita me habla de mamá.
Me cuenta historias de susurros y risas que solo mamá y yo conocíamos». Los vecinos, al ver a Anita siempre con su muñeca de trapo, a menudo le decían con buena intención: «Anita, tienes muñecas mucho más bonitas, ¿por qué no juegas con ellas?».
Pero la niña solo estrechaba a Lupita un poco más fuerte, su corazón entendiendo un secreto que los ojos de los demás no podían ver.

Un día, el papá de Anita, al pasar por la habitación, escuchó la conversación entre su hija y la muñeca. Se detuvo en el umbral, y al observar la tierna escena, sus ojos se llenaron de lágrimas.
No eran lágrimas de pena, sino de profunda comprensión.
En ese instante, entendió que Lupita no era meramente un juguete; era un hilo dorado que conectaba a Anita con los recuerdos más preciados de su mamá, un puente invisible que mantenía viva su presencia en el corazón de su hija.

Desde aquel día, Lupita, la muñeca de trapo, recibió un trato tan especial como la propia Anita. Le compraron ropita nueva, hecha a mano con telas coloridas, y hasta le asignaron un pequeño lugar de honor en la mesa durante las cenas.

Anita, con una sonrisa ahora más luminosa y genuina, compartía sus días con Lupita, sabiendo que, de una manera mágica y dulce, el amor de su mamá seguía con ella, tejido en cada puntada de su querida muñeca.