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Cancioncitas

La Princesa de la Trenza de oro

LA PRINCESA DE LA TRENZA DE ORO

En un reino muy antiguo, donde los atardeceres teñían de púrpura las torres del castillo, vivía un príncipe joven y apuesto llamado Fernando. Sus padres, el rey y la reina, estaban desesperados por encontrarle una esposa digna, una princesa de buen corazón y, sobre todo, de un espíritu delicado. Organizaban bailes, torneos y banquetes, invitando a princesas de todas partes, pero ninguna parecía la adecuada. Una era demasiado ruidosa, otra, excesivamente orgullosa, y la tercera, tan distraída que olvidaba su propia corona. Los reyes suspiraban, preguntándose si su hijo encontraría jamás a la mujer perfecta.

Una tarde de invierno, mientras la nieve caía suavemente sobre los tejados del castillo, un golpe resonó en la gran puerta. El mayordomo, sorprendido, anunció: «¡Una joven, Su Majestad, empapada hasta los huesos, dice ser una princesa!»

En el umbral, temblando de frío y con el cabello largo y dorado pegado a su rostro, estaba una muchacha. Vestía ropas sencillas y su aspecto no era precisamente el de la realeza. —Disculpe la interrupción —dijo con voz clara, a pesar de tiritar—. Me llamo Aurora. Mi carruaje se averió en el camino y la tormenta me alcanzó. Pensé que su castillo, siendo el más cercano, podría ofrecerme refugio. Soy princesa, aunque mi apariencia actual no lo demuestre.

La reina, con una ceja levantada, sonrió levemente. «Una princesa, ¿dices?», pensó. «¡Veremos eso!» Con una amabilidad fingida, invitaron a Aurora a pasar. Mientras los sirvientes preparaban un baño caliente y ropas secas, la reina tuvo una idea.

Esa noche, para probar la delicadeza de Aurora, la reina ordenó que prepararan su cama con la mayor de las atenciones. Apiló veinte colchones de pluma de cisne, uno sobre otro, formando una montaña mullida. Y justo debajo del primer colchón, ocultó una finísima aguja de oro, casi imperceptible. «Si es una verdadera princesa,» pensó la reina, «lo sentirá.»

A la mañana siguiente, el príncipe Fernando y sus padres esperaban a Aurora en el salón de desayunos. —Mi querida Aurora —dijo la reina con una sonrisa—, espero que hayas descansado bien. ¿Cómo te fue en nuestra modesta cama? Aurora bostezó, frotándose los ojos. —¡Ay, Su Majestad! Los colchones eran la cosa más suave que he sentido en mi vida, no lo negaré. Pero debo confesar que hubo algo que me incomodó terriblemente toda la noche. Un punto duro, como un alfiler, que no me dejó conciliar el sueño. Tuve que mover los colchones hasta que encontré una pequeña aguja de oro. ¡Me sorprendió que estuviera allí!

El rey y la reina se miraron, asombrados. ¡Solo una verdadera princesa, con la piel más delicada, podría haber sentido una aguja tan pequeña a través de veinte colchones! El príncipe Fernando, por su parte, miró a Aurora con una nueva luz en los ojos. No le importaba su ropa mojada o su pelo desordenado; lo que le importaba era su honestidad y su verdadera esencia.

La reina, conmovida por la delicadeza y la sencillez de Aurora, sonrió de verdad esta vez. —Espero que no te moleste, mi querida. Ha sido una pequeña prueba. El príncipe se acercó a Aurora, una sonrisa formándose en sus labios. —Entonces, ¿además de sentir agujas, haces otras cosas? —preguntó divertido. Aurora rió, su voz como el tintineo de campanillas. —¡Claro que sí! Me gusta cuidar de los jardines del palacio de mi padre, leer cuentos antiguos y aprender de las gentes del pueblo. Creo que una princesa debe conocer su reino más allá de los muros del castillo.

Y así fue como el príncipe Fernando encontró a su verdadera princesa. No fue en un gran baile ni en un lujoso banquete, sino en una noche lluviosa, probada por una aguja de oro. Pronto, el reino celebró una boda grandiosa y, tal como en los mejores cuentos, el príncipe y la Princesa Aurora vivieron felices para siempre, gobernando su reino con sabiduría y un toque de verdadera delicadeza.