
En un pequeño pueblo rodeado de verdes colinas vivía Luna, una niña de grandes ojos curiosos y sonrisa traviesa. Luna tenía un secreto que nadie más conocía: podía tocar el cielo con sus manos.

Un día, mientras jugaba en el jardín de su casa, Luna estiró su pequeña mano hacia arriba y, para su sorpresa, sintió algo suave y esponjoso entre sus dedos. ¡Era una nube! La acercó lentamente hacia ella, maravillada por su textura ligera y húmeda.
—¡Qué hermosa eres! —susurró Luna a la pequeña nube—. Te guardaré para siempre.
Corrió a su casa y buscó un frasco de vidrio vacío. Con mucho cuidado, introdujo la nube dentro del frasco y lo cerró con una tapa. La nube danzaba dentro del cristal, cambiando de forma y brillando con luz propia.

Luna estaba tan contenta con su hallazgo que al día siguiente decidió atrapar otra nube, y luego otra, y otra más. Pronto, su habitación estaba llena de frascos con nubes de todos los tamaños y formas: nubes blancas como algodón, nubes grises como el pelaje de un conejo, nubes doradas por el reflejo del sol.
—Mi colección es la más bonita del mundo —decía Luna mientras admiraba sus frascos brillantes.
Pero algo extraño comenzó a suceder en el pueblo. El cielo, antes poblado de nubes juguetonas, ahora lucía despejado y seco. Los días pasaban y no llovía. Los arroyos empezaron a secarse, las plantas se marchitaban y los animales buscaban desesperadamente agua.
—No ha llovido en semanas —comentaban preocupados los adultos—. Si sigue así, las cosechas se perderán.

Luna escuchaba estas conversaciones mientras acariciaba sus frascos con nubes. Una tarde, mientras contemplaba su colección, notó que las nubes ya no danzaban alegremente como antes. Parecían tristes, apagadas, casi inmóviles dentro de los cristales.
Esa noche, Luna tuvo un sueño. En él, las nubes le hablaban:

—Luna, nosotras necesitamos estar libres en el cielo. Somos parte de un ciclo muy importante. Llevamos agua a todos los lugares, regamos los campos, llenamos los ríos y damos de beber a los animales y plantas. Si nos mantienes encerradas, no podemos cumplir nuestra misión.
Luna despertó sobresaltada. Miró sus frascos y comprendió lo que había hecho. Su deseo de poseer algo tan hermoso había causado un gran problema. Las nubes no eran juguetes para coleccionar; eran parte vital de la naturaleza.
Con lágrimas en los ojos, Luna llevó todos sus frascos al jardín. Uno a uno, fue abriéndolos, liberando a cada nube hacia el cielo.
—Lo siento mucho —susurraba mientras las veía elevarse—. Nunca quise hacer daño. Ahora entiendo que debo amar y respetar la naturaleza, no intentar poseerla.

Al liberar la última nube, el cielo se llenó de nuevo de aquellas formas esponjosas y grises. Poco después, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. Luna extendió sus brazos y giró bajo la lluvia, sintiendo cada gota como un regalo precioso.
Desde ese día, Luna usó su don especial de una manera diferente. Ya no atrapaba nubes, sino que recogía basura con sus manos extendidas, plantaba árboles en lugares donde hacían falta, y enseñaba a otros niños sobre la importancia de cuidar nuestro planeta.
—Podemos admirar la belleza de la naturaleza —les decía—, pero debemos dejarla libre para que siga su curso.

Y cuando las nubes pasaban sobre el pueblo, Luna las saludaba con la mano, feliz de verlas libres en el cielo, cumpliendo con su importante misión de llevar agua a todos los rincones del mundo.
Fin